Cada lengua pertenece a un lugar específico. Puede migrar, puede difundirse, pero suele estar ligada a una geografía, a un país. (Jhumpa Lahiri)

Otro idioma es un mundo diferente que está más allá de la puerta, del puente.

Podemos abrirla limitándonos a hacer lo necesario para obtener lo más esencial y continuar viviendo en nuestra casa. O podemos adentrarnos en él vistiendo el sombrero del explorador, descubrirlo, conocerlo y, quizás, algún día también vivirlo.

Cuando lo hacemos sin cambiar nuestra condición es cuando lo usamos para entender un documento, sacar información para aplicar a nuestro mundo y, por eso, no cambiamos la forma de pensar ni de ver las cosas.

En consecuencia, nada cambia en nuestra vida para hacerle espacio. Se trata de una herramienta que puede reposar en una estantería para ser usada cuando se necesita y puesta otra vez en su lugar lista para ser encontrada durante la próxima ocurrencia.

Sin embargo, cuando decidimos adentrarnos en el mundo de ese idioma el recorrido es diferente. Deja de ser una mera herramienta que utilizar, revelándose como un “ser vivo”, que es inmenso y que se descubre en la medida en que nosotros abandonamos las certidumbres y las convicciones que teníamos antes de conocerlo, tanto sobre él como sobre nuestra propia lengua madre.

Una lengua no es sólo un código de palabras y signos para expresar información, sino un baile de las manos en una hoja o un teclado, de las palabras y de los oídos y, sobre todo, de los pensamientos sobre cada aspecto de la vida.

En ellos incluimos las comunicaciones del día a día y las miles de formas de hacerlo según las circunstancias y los interlocutores, según los medios, los tiempos, las finalidades. Pero incluimos también todo el bagaje cultural pasado y presente de un país, del país que la habla, que se ha criado con ella, que ha aprendido a conocer el mundo a través de ella y que la alimenta cada día con nuevas formas, conceptos, incluso palabras, para transmitir la vivencia de su pueblo, de los hombres y de las mujeres que, como nosotros con la nuestra, la llenan de vida. Por eso es grande, por eso se convierte en una aventura para quién decide conocerla y vivirla.

Como tal, aprender un idioma es un reto, no se trata únicamente de estudiar para un examen, sino de entrar en el juego de conocer y ser conocido, de aprender, pero tirando abajo algunas paredes. Es así como nos damos cuenta de que el espacio en la estantería que le habíamos reservado ya no es suficiente, y que nuestra casa ya es demasiado pequeña como para quedarnos confinados entre los muros a los que nos limita el enorme bagaje cultural heredado y adquirido de nuestra lengua madre.

Los límites no están relacionados con un idioma u otro. Los límites van con el sentirse completos manejando sólo uno de ellos, sea cual sea. Conocer otro idioma es ampliar nuestros espacios, habitar una casa más rica y, al fin y al cabo, también más segura, de modo que nadie venga a hablarnos de lo mejor que somos con respecto a los demás y que nos cante las mañanas con aire de sabelotodo sobre los vecinos de la puerta de enfrente.

Conocer un nuevo idioma es un viaje que no se empieza nunca solos, y siempre hay alguien dispuesto a cogernos de la mano para acompañarnos a través de él con el mismo cariño y cuidado que nosotros lo haríamos con el nuestro.